LA POESÍA DE TOMAS TRANSTRÖMER, NOVEL  2011

 

ABRIL Y SILENCIO

La primavera yace desierta.
La zanja, oscura como terciopelo
se arrastra junto a mí
sin espejeos.

Tan sólo irradian
las flores amarillas.

Soy llevado en mi sombra
como un violín
en su caja negra.

Lo único que quiero decir
reluce fuera de alcance
como la platería
en la casa de empeños.



EL REINO DE LA INSEGURIDAD

La jefa de oficina se inclina y traza una cruz
y oscilan sus pendientes como espadas de 
Damocles.

Así como la frágil mariposa se hace invisible en 
el suelo
confluye el demonio con el diario abierto.

Un casco que nadie lleva ha tomado el poder.
La tortuga madre huye volando bajo el agua.



HOJA DE LIBRO NOCTURNO

Una noche de mayo aterricé
en un frío claro de luna
en que la hierba y las flores eran grises
pero el aroma, verde.

Resbalé cuesta arriba
en la noche daltónica
mientras las piedras blancas
señalaban la luna.

Un espaciotiempo
de algunos minutos
cincuenta y ocho años de ancho.

Y tras de mí
más allá de las aguas relucientes cual plomo
estaba la otra costa
y los poderosos.

Gentes con futuro
en vez de rostro.

METACRÍTICA

¿Por qué leer a través de Internet no es lo mismo que leer un libro?

S. Parra.

Leer textos a través de Internet, mayormente hipertextos, no parece ser lo mismo que leer un texto fuera de Internet, mayormente un texto plano. Sobre todo si nuestra intención es aprender.

La intuición parece decirnos lo contrario: si la cuestión es aprender, lo mejor parecer ser que el texto esté jalonado de vínculos que enlacen con otras páginas, así se conseguirá una suerte de conocimiento interconectado, global, orgánico, de perspectiva múltiple, etc.

Pero la investigación sugiere, en base a los efectos cognoscitivos del hipertexto, que éste no es ninguna panacea para la educación del futuro. El mayor handicap es que el la propia estructura del hipertexto dificulta la lectura: implica la realización de tareas muy exigentes ajenos al acto de leer en sí mismo, tal y como señala Nicholas Carr en Superficiales:

 

Descifrar hipertextos es una actividad que incrementa sustancialmente la carga cognitiva de los lectores; de ahí que debilite su capacidad de comprender y retener lo que están leyendo. Un estudio de 1989 demostró que los lectores de hipertextos a menudo acababan vagando distraídamente “de una página a otra, en lugar de leerlas atentamente”. Otro experimento, de 1990, reveló que los lectores de hipertextos a menudo “no eran capaces de recordar lo que habían leído y lo que no”. En un estudio de ese mismo año, los investigadores hicieron que dos grupos de personas respondieran a una serie de preguntas mediante consultas a un conjunto de documentos. Un grupo consultó documentos electrónicos dotados de hipertextos, mientras que el otro consultó documentos tradicionales impresos en papel. El grupo que consultó documentos impresos superó en rendimiento al grupo dotado de hipertextos a la hora de completar su tarea.

Podríamos pensar que el hipertexto requiere más carga cognitiva porque no estamos habituados al hipertexto. Es decir, que con el transcurrir de los años, la gente se acostumbraría a la arquitectura del hipertexto. Pero no ha sido así. Los efectos continúan nocivos de leer hipertextos siguen siendo idénticos: los lectores de texto lineal entiende más, recuerda más y aprende más que aquellos que leen texto salpimentado de vínculos dinámicos.

En 2005, Diana DeStefano y Jo-Anne LeFevre, psicólogas del Centro de Investigación Cognitiva Aplicada de la Universidad de Carleton (Canadá), sometieron a revisión exhaustiva nada menos que 38 experimentos ya realizados en relación con la lectura de hipertextos.

La mayoría de las pruebas indicaba que “las crecientes demandas de toma de decisiones y procesamiento de la lectura”, especialmente en contraste con “la presentación lineal tradicional.” Concluyeron que “muchas prestaciones del hipertexto aumentaban la carga cognitiva, pudiendo exigir mayor memoria de trabajo de la que tenían los lectores.”

Otra cosa es que pedagógicamente se convenga que los contenidos bien diseñados, donde se combinan explicaciones o instrucciones auditivas y visuales, puedan mejorar el aprendizaje del lector. Eso se sostiene porque nuestros cerebros usan canales diferentes para procesar lo que vemos y oímos. Internet, sin embargo, no ha sido diseñada por educadores para optimizar el aprendizaje: todo se presenta de forma desequilibrada, de una forma que no deja de fragmentar la concentración.

La Red es, por su mismo diseño, un sistema de interrupción, una máquina pensada para dividir la atención. Ello no resulta sólo de su capacidad para mostrar simultáneamente muchos medios diferentes. También es consecuencia de la facilidad con la que puede programarse para enviar y recibir mensajes. La mayoría de las aplicaciones de e-mail, por usar un ejemplo obvio, están configuradas para comprobar automáticamente si hay nuevos mensajes cada cinco o diez minutos; y muchos usuarios actualizan rutinariamente, con el mismo fin, la bandeja de entrada, por si esta frecuencia no fuera suficiente. (…) Más allá de la influencia de los mensajes personales (no sólo por e-mail, sino también instantáneos o los telefónicos), la Web nos suministra cada vez más notificaciones automáticas.

Internet, pues, exige multitarea mental continua. Y además nos gusta, nos produce placer que se nos interrumpa con nuevos eventos y noticias. Para nuestro cerebro, este tipo de información anecdótica es adictiva. Y el hipertexto alimenta esa adicción. Interrumpiéndonos. Dificultando la lectura de textos lineales sostenidos que precisan de concentración.

Así que no siempre es lo mismo leer a través por Internet que leer un libro. Aunque todos quisiéramos que fuera así.

Si queréis profundizar en este tema, de cómo Internet nos vuelve más tontos pero también más inteligentes (según el tipo de inteligencia que estemos midiendo), os recomiendo otro artículo que escribí al respecto en la revista Mètode, de la Universidad de Valencia. Y, por supuesto, el libro deNicholas Carr Superficiales.

Y espero que los hipervínculos del texto no os hayan distraído demasiado.

METACRÍTICA

¿Por qué las series de TV son lo más parecido a la literatura? (I)

S. Parra  

Vamos a empezar dinamitando tópicos. Se suele afirmar que ver mucho la tele te atonta o que ver mucho la tele no es bueno en general, pero no suele escucharse lo mismo en referencia a leer demasiado. Si vemos a un tipo embobado delante de una pantalla durante ocho horas enseguida compondremos una imagen estereotipada del tipo: es un zombi, un idiota que no piensa, un vago, lo peor de la nevera, en resumidas cuentas.

Si vemos a un tipo embobado leyendo un libro durante ocho horas, nunca nos formaremos esa imagen. Incluso es muy posible que nos formemos una imagen diametralmente opuesta. Leer mucho es la metonimia de pensar mucho. Ver mucho la tele es hacer el gilipollas.

Esto es sólo un síntoma de una idea tan generalizada que ya no se sustenta en razones o evidencias científicas sino en simples dogmas.

Otro tópico irracional: afirmar que la TV es mala pero que los libros son buenos o malos según lo que se lea. Es como afirmar que las drogas son malas mientras te bebes una copa de vino durante la cena, o mientras te compras una pastilla en una farmacia. Todo es cuestión de medidas, todo puede complementarlo todo… pero en el tema de la TV, no. La TV es una droga. Mala, mala, mala. Y los televidentes, toxicómanos. ¿Existen televidentes intelectuales? NO. Y punto pelota.

¿Entonces hay tele buena? La hay. Por ejemplo, las series. Los Simpson. Sark. Padre de familia. Breaking Bad. Todas ellas son series protagonizadas por personajes detestables que, a medida que penetramos en ellos, se tornan menos detestables, más humanos, más atornillados, más como nosotros. Más de verdad. South Park: píldoras filosóficas disfrazadas de coprolalia y pornografía.El ala oeste de la Casa Blanca: diálogos de infarto que no siempre entendemos porque son técnicamente muy verosímiles. Perdidos: el giro de tuerca y el cliffhanger estirados hasta límites que parecían impensables hace dos décadas, al menos a nivel raquídeo. Dexter: moralidad desviada tratada con tanta cercanía que nos parece no sólo simpática sino, hasta cierto, punto aceptable. The Wire: Shakespeare ha llegado a la policía. The IT Crowd: la metareferencia hecha producto geekFirefly: el Star Wars inteligente. Battlestar Galactica: política y filosofía más allá de la Tierra.

Por primera vez, la extensión de las series (generalmente más de veinte capítulos de más de 40 minutos por temporada), permite una conexión empática con los personajes que nunca antes se alcanzó con películas. Por primera vez, ver series de televisión es lo más parecido a leer novelas. Como señala Jorge Carrión en su libro Teleshakespeare:

Sin duda, el uso desprejuiciado que hacen las teleseries actuales del flashbacks y del flashforward, el número de tramas paralelas que barajan, los laberintos narrativos que construyen o el ritmo que imprimen a su acción no habrían llegado a las pantallas del siglo XXI sin, por ejemplo, el Macguffin de Hitchcock, los hallazgos formales de Scorsese o las estructuras de Tarantino; pero la tradición audiovisual va más allá de la narrativa cinematográfica y se imbrica en las técnicas contemporáneas que han moldeado nuestra forma de leer. El mando a distancia, el zapping, la congelación de la imagen, la viñeta, el rebobinado, la apertura y el cierre de ventanas, el corta y pega, el hipevínculo. Mientras que la velocidad a la que nos obligan a leerlas sintoniza con el espíritu de la época, el profundo desarrollo argumental y psicológico al que nos han acostumbrado conecta con la novela por entregas y con los grandes proyectos narrativos del siglo XIX (La comedia humana y Los episodios nacionales).

Ésa es la razón de que, cada vez más, los personajes de las películas nos resulten más secos. Sí, está muy traumatizado, pero ¿qué opina de ello su madre? ¿Y su tío? ¿Qué comió ayer? ¿Acaso hay relación con aquel hecho ocurrido cuando tenía ocho años? ¿Qué soñó la semana pasada? Y así ad infinitum, como círculos concéntricos, como espirales.

Esa penetración abisal en los entresijos psicológicos de los personajes es inédita. Las series de televisión, mayormente anglosajonas, han incrementado sus líneas narrativas, sus sutilezas y su complejidad estructural desde que en los años 1980 apareciera la primera serie que abrió la vedaCanción triste de Hill Street.

La principal diferencia entre la TV de antes y la de ahora es que ahora hay más variedad, mayor competencia y, lo más importante, cada vez resulta más barato producir un programa (hasta el punto de que empieza a diluirse la diferencia entre productor y telespectador). Este rasgo es más importante de lo que parece. Cuando las empresas se vuelven grandes (o son monopolísticas), acostumbran a generar un riesgo a la innovación. Por ello, Apple, y no IBM, perfeccionó el ordenador personal; los hermanos Wright, y no la armada francesa, inventaron el vuelo con motor; Jonas Salk, y no la British National Health Service, inventó la vacuna contra la poliomelitis.

Ahora, el Cable permite producir programas de riesgo. Programas que jamás serían producidos por un canal de televisión grande. El Cable dispone de una grupo de telespectadores abonados que ya son suficientes para financiar obras maestras como Juego de Tronos, independientemente de los índices de audiencia posteriores. Naturalmente, las corporaciones mediáticas no buscan estimular el cerebro de nadie, pero por una serie de motivos que el psicólogo Steven Jonhson plantea con indiscutible brillantez en su libro Cultura basura, cerebros privilegiados, no pueden evitarlo: ahora los beneficios de una película se obtienen de la venta de DVD o de las retransmisiones en la televisión, así pues las producciones deben ofrecer mayor complejidad para que soporten el nuevo visionado una y otra vez, o para que se conviertan en fetiches que la gente desea poseer, diseccionar quirúrgicamente o trasladar a las redes sociales o a los blogs en interminables charlas casi filosóficas.

Por eso, la tele, también nos vuelve más inteligentes. Sí, la lectura también nos vuelve más inteligentes: pero no lee todo el mundo; sin embargo, sí todos vemos la televisión. Así que la tele, entendida como medio de masas, vuelve más inteligente precisamente a la masa. Pero eso lo veremos la próxima entrega de esta serie de artículos.

 

La televisión también nos hace inteligentes, aunque desarrolle una inteligencia distinta a la que desarrolla la literatura.

Es lo que se ha llamado Efecto Flynn, por su descubridor, el filósofo americano James Flynn. Este efecto reza lo siguiente: independientemente de la etnia, la clase social o el nivel educativo, los americanos se están volviendo más inteligentes a medida que transcurren los años. Flynn cuantificó este cambio: en 40 años, la población americana había ganado 13,8 puntos de media de coeficiente intelectual.

Uno de los motivos es precisamente la televisión. En palabras del psicólogo social Carmi Schooler, el efecto Flynn refleja claramente que el entorno se está volviendo cada vez más complejo. Hasta el punto de que este entorno acaba recompensando el esfuerzo cognitivo. En este entorno, los individuos deberían estar motivados para desarrollar su capacidad intelectual y extrapolar los procesos cognitivos resultantes a otras situaciones.

La complejidad ambiental se debe a muchos motivos, pero, según Steven Johnson, uno de los motivos principales es la aparición de los medios de masas, de acceso universal y barato, y también de la densidad narrativa y complejidad psicoemocional crecientes: los videojuegos, la televisión, Internet, el cine y otras formas de entretenimiento interactivo que te obligan a tomar decisiones en todo momento.

Pensad en el esfuerzo cognitivo y lúdico que debía hacer fuera de la escuela cualquier niño de diez años de hace un siglo: leía los libros que tenía al abasto, jugaba con juguetes o a pelota con los amigos del vecindario. Pero la mayor parte del tiempo se lo pasaba ayudando a las faenas de la casa o haciendo de mano de obra infantil. Comparad eso con el nivel de dominio tecnológico y cultural de un niño de diez años de hoy en día.

Ahora sigue la marcha de un puñado de equipos de deporte profesional, alterna como si nada la mensajería instantánea con el correo electrónico para poder comunicarse con sus amigos, y también se sumerge en inmensos mundos virtuales adoptando nuevas tecnologías multimedia y resolviendo los problemas con toda la naturalidad del mundo. Gracias al aumento del nivel de vida, estos niños también tienen más tiempo libre que el de hace tres generaciones. Las aulas pueden que estén llenas desde hace años, pero los niños de ahora son puestos a prueba constantemente por nuevos medios audiovisuales y tecnológicos que les inducen a adquirir estrategias más avanzadas para afrontar la resolución de problemas. Casi todas las familias con niños pequeños hacen broma explicando cómo el hijo pequeño sabe programar el video mientras que el papá y la mamá, con todos sus títulos universitarios, apenas saben programar el despertador.

Echemos un vistazo a las series de la cadena por cable de la HBO. Son series donde las putas son unas putas, y los ladrones, unos ladrones. Series donde los personajes de los mundos de Yupi entraría de golpe en la madurez tras la sodomización de su mente. O algo así. En las series españolas, a ese tenor, casi no existe un paralelismo. Y como dejó escrito una vez Francisco Casavella en su Elevación, elegancia y entusiasmo, “la teleserie que más detesto es Periodistas”. Lo suscribo. Afortunadamente tenemos acceso a la HBO, y no sólo la consumen las personas más inteligentes, sino que está volviendo a la gente más inteligente.

Pero no nos pongamos tan elitistas y estupendos. Incluso la comúnmente llamada telebasura, como los reality shows, ejercita facetas de nuestra inteligencia que sólo grandes obras de la literatura son capaces de ejercitar, como es nuestra inteligencia emocional y social. Los cerebros de los televidentes echan humo tratando de discernir la lógica social del universo planteado por el programa, tratan de adivinar quiénes merecen mayor confianza, quienes están mintiendo o están siendo hipócritas, trazan futuribles, discuten con otros aficionados acerca de las estrategias tomadas por cada concursante (visionando debates, participando en foros, examinando con lupa una y otra vez las situaciones), etc.

Los seres humanos expresan su abanico de emociones a través de lenguaje tácito de las expresiones faciales, y gracias a la neurociencia sabemos que el análisis de este lenguaje no verbal en toda su complejidad es uno de los grandes triunfos del cerebro humano.

Una de las formas de medir esta inteligencia se llama AQ, abreviatura de Coeficiente de Autismo, una subdivisión de la Inteligencia Emocional propuesta por Daniel Goleman. La gente con un AQ alto, como los autistas, sufren una incapacidad para intuir las intenciones de los demás. La gente con un AQ bajo, por el contrario, tiene una especial habilidad para leer las señales emocionales, es capaz de anticiparse a los pensamientos y los sentimientos que la gente no explicita.

A este don se le llama a veces mind reading (capacidad para leer la mente de los demás). Ser una persona lista, pues, también significa saber evaluar y responder adecuadamente a las señales emocionales de los otros.

Cuando se contemplan los reality shows a través del prisma del AQ, las exigencias cognitivas necesarias resultan más fáciles de apreciar. Johnson no evalúa la calidad de los programas de la televisión sino sus efectos en la gente. Según él, los reality son un formato, probablemente el mejor (por ser el único), que ejercita de manera intensa y constante el AQ. Por esa razón (al que se suma Internet, las redes sociales y demás), el AQ medio está descendiendo.

Pero me imagino que estáis arqueando una ceja escéptica. ¿Qué tiene que ver Gran Hermano conCumbres borrascosas? ¿Es que Sergio se ha vuelto majareta (y sólo ha leído libros de psicólogos que están majaretas)? Incluso alguno de vosotros ya me ha comentado en otros artículos que hay estudios que indican que la tele es perjudicial la mente. Bien, en la tercera entrega de esta serie de artículos trataré de replicar los basamentos de esa clase de estudios.

 

Uno de nuestros lectores, nuriacd, cuando reseñé el libro Teleshakespeare, me sugirió la lectura de4 buenas razones para eliminar la televisión deJerry Mander. Libro que en su día ya consulté. Pero aquí debemos aplicar, como en todo, lo que dijo Clovis Andersen: “Uno no sabe nada hasta que no sabe por qué lo sabe.”

El libro afirma que la TV nos vuelve tontos, elimina el espíritu crítico, favorece el gregarismo, etc. Son sentencias muy serias, pero ¿dónde está la evidencia experimental de que eso es así?¿Dónde están los ensayos controlados? ¿Qué imágenes de resonancia magnética u otras del cerebro de los televidentes parangonados con el cerebro de los no televidentes nos ofrece el autor? ¿Cómo sabe que ahora somos más zombis que antes precisamente por la televisión? ¿Qué clase de destrezas intelectuales concretas está midiendo el autor?

Por ejemplo, existe estudios para determinar los cambios que ocurren en nuestro cerebro cuando leemos un libro, como el siguiente, publicado en la revista Science (una de las más prestigiosas del mundo) y llevado a cabo por Laurent Cohen, investigador del Instituto Nacional de la Salud y de la Investigación Médica de Francia (INSERM):

No hay un sistema cerebral innato especializado en la lectura, tenemos que hacer bricolaje, utilizar sistemas que ya existen.

Para realizar el estudio, Cohen usó la resonancia Magnética, midiendo la actividad cerebral de 63 adultos voluntarios con diferentes índices de alfabetización: 10 analfabetos, 22 personas alfabetizadas en edad adulta y 31 personas escolarizadas desde la infancia. La investigación se realizó en Portugal y Brasil, países en los que hasta hace unas décadas, era relativamente frecuente que los niños no fueran escolarizados.

¿Algo equivalente para afirmar que ver la televisión nos cambia tanto a peor?

Pues un páramo. Eso ofrece el autor de 4 buenas razones para eliminar la televisión. Básicamente, lo que encontramos son condenas del tipo que hacen los fulanos con espumarajos en la boca y cara de sufrir úlcera duodenal. Y, por supuesto, continuas inducciones imperfectas: si ahora somos más violentos, es por la TV; si ahora somos más borregos, es por la TV; si ahora somos más incultos, es por la TV. Coged cualquier mal de la sociedad actual (real o inventado), aseverad con mucha energía que la causante de la misma son los rayos catódicos, como si fueran esos rayos gamma que provocaban mutaciones terroríficas en las pelis de ciencia ficción los 50, yvoilà, misterio resuelto. Es decir, teoría puramente especulativas presentadas como ciencia establecida, analogías forzadas cuando no absurdas, retórica que suena bien pero cuyo significado es ambiguo.

En definitiva, cháchara de bar de un neoludita (afortunadamente no condena tan fieramente Internet, que el autor salva de la quema). Pero el problema no consiste sólo en que hay que conocer la disciplina que se está manejando, sino también en que hay que comprender las bases de la lógica y de la ciencia que subyacen a esas afirmaciones. Por de pronto, diferenciando la proposición empírica y la apriorística, la inducción científica de la inducción matemática, etc. O: ¿es válida cierta consecuencia en ambos sentidos o es falsa su inversa? O: ¿Es demostrable la falsedad de tal y cual afirmación?

Si buscáis un libro crítico con la TV que sigas esas reglas elementales, entonces os recomiendoSuperficiales, de Nicholas Carr. Un libro que también es crítico con Internet. Pero obviamente el autor no sugiere que razones para dejar de usar Internet sino que diagnostica el problema y señala que quizás deberíamos evitar que Internet lo dominara todo, incluso relegando la lectura de libros físicos a la categoría de anécdota.

Carr no condena la televisión, ni tampoco Internet. Sólo dice que el exceso de esas tecnologías, en detrimento de la lectura sostenida de libros complejos, adormecerá a la larga algunas facetas de nuestra inteligencia. Pero como afirma en psicólogo Steven Johnson, la televisión o Internet fortalece otras parcelas de la inteligencia que no siempre ejercita convenientemente la lectura.

Así que no os pongáis estrechos ni finolis, dadle al botón de la “caja tonta” y dejaos impregnar de literatura. Porque en ningún momento se sugiere que la TV o la cultura de masas pueda o deba sustituir, por ejemplo, a un libro de 200 páginas, sino que debe sublimarse a ella. Como apunta el propio Johnson, casi como si hablara por boca de Carr:

Los ensayos complicados y que tienen un desarrollo secuencial (en que cada premisa está basada en la anterior y en que una idea puede necesitar todo un capítulo para ser convenientemente desarrollada), no están hechos para ser expresados en un intenso programa de debate. […] El texto en la red también tiene virtudes intelectuales, naturalmente: riffs, anotaciones, conversaciones… Todas florecen en este ecosistema y todas nos pueden iluminar intelectualmente. Pero todas son propias de un tipo de inteligencia que difiere de la inteligencia que se deriva de la lectura de una tesis sostenida a los largo de 200 páginas.

Y para terminar, una pequeña maldad. Si nos ponemos estrictos y matemáticos, entonces incluso la televisión puede ofrecer más información que un libro. Supongamos que leemos un libro que tiene un vocabulario de 1.000 palabras diferentes. Luego supongamos que una pantalla de televisión tiene 400 filas y 600 columnas de píxeles, cada uno de los cuales adopta uno de 16 matices de gris. Según cálculos del matemático John Allen Paulos:

Las palabras contienen a lo sumo 14.288 bits (leídas al azar), mientras que la imagen de televisión contiene hasta 960.000 bits. Pasaré por alto la definición probabilística de la cantidad de información y me limitaré a indicar que depende del número de estados posibles de un sistema y de la probabilidad de dichos estados. Si un mensaje consiste en uno de dos estados, “sí” o “no”, ambos con probabilidad ½, la cantidad de información del mensaje es de 1 bit.

Naturalmente, la información no sólo se debe medir de esa forma. Importa también el tipo de información que estamos consumiendo, lo relevante que pueda ser, las reflexiones que nos pueda inducir. Es decir, que depende de la información per se, y no del formato en la que estamos consumiendo la información. La tele y el libro son sólo formatos, juzgar formatos por su sustrato es un error categorial. Y gordo.

Y ahora, a ver la tele o a leer un libro, vosotros decidís.

ESCRITORES

Escritores que se negaron a usar signos de puntuación

S. Parra

Uno de los defectos que con mayor facilidad deja en evidencia las pocas mañas literarias de un escritor es la puntuación incorrecta. Sobre todo a la hora de poner las comas donde toca. Sin embargo, hay autores que, en un arranque de rebeldía, se negaron a puntuar sus textos, aunque ello supusiera asfixiar a un lector que los leyera en voz alta.

Por ejemplo, el escritor polaco Jerzy Andrzejewski (1909-1980) publicó en 1962 una novela escrita por entero con una sola frase, cuyas primeras 40.000 palabras se suceden sin ser interrumpidas por ningún signo de puntuación.

La obra es nada menos que una descripción de una de las Cruzadas Cristianas, la llamada “De los Niños” (1212), en la que miles de chicos alemanes y franceses que formaban parte de los ejércitos cruzados fueron vendidos como esclavos después de llegar a Oriente. La obra desarrolla la tesis de que la verdadera motivación de los cruzados no era tanto el amor cristiano o la atrición como la pederastia. 

Gertrude Stein también desdeñó los signos de puntuación, a excepción del punto y aparte, al que consideraba “con vida propia”. Le gustaba repetir, como pone de manifiesto su famosa frase: “una rosa es una rosa es una rosa…” Consideraba “serviles” las comas, y “realmente repugnantes” los signos de interrogación y admiración.

-Marcel Proust también desdeñaba los puntos y se pirraba por las comas, convirtiendo sus descripciones en interminables estructuras jalonadas de subordinadas, sin ningún punto en el que poder recuperar el aliento. Como prueba de ello, la siguiente frase extraída de En busca del tiempo perdido, la frase más larga del autor:

Sofá surgido del sueño entre los sillones nuevos y muy reales, unas sillas pequeñas tapizadas de seda rosa, tapete brochado a juego elevado a la dignidad de persona desde el momento en que, como una persona, tenía un pasado, una memoria, conservando en la sombra fría del salón del Quai Conti el halo de los rayos de sol que entraban por las ventanas de la Rue Motalivet (a la hora que él conocía tan bien como la propia madame Verdurin) y por las encristaldas puertas de La Raspèhere, adonde la habían llevado y desde donde miraba todo el día, más allá del florido jardín, el profundo valle de la mientras llegaba la hora de que Cottard y el violinista jugaran su partida; ramo de violetas y de pensamientos al pastel, regalo de un gran amigo va muerto, único fragmento superviviente de una vida desaparecida sin dejar huella, resumen de un gran talento y de una larga amistad, recuerdo de su mirada atenta y dulce, de su bella mano llena y triste cuando pintaba; un arsenal bonito, desorden de los regalos de los fieles que siguió por doquier a la dueña de la casa y que acabó por adquirir la marca y la fijeza de un rasgo de carácter, de una línea del destino; profusión de ramos de flores, de cajas de bombones que, aquí como allí, sistematizada su expansión con arreglo a un modo de floración idéntico: curiosa interpolación de los objetos singulares y superfluos que aún parece salir de la caja en la que fueron ofrecidos y que siguen siendo toda la vida lo que en su origen fueron, regalos de Año Nuevo, en fin, todos esos objetos que no sabríamos diferenciar de los demás, pero que para Brichot, veterano de las fiestas de los Verdurin, tenían esa pátina, ese aterciopelado de las cosas a las que añade su doble espiritual, dándoles así una especie de profundidad; todo esto, disperso, hacía cantar para él, como teclas sonoras que despertaran en su corazón semejanzas amadas, reminiscencias confusas y que en el salón mismo, muy actual, donde ponían su toque acá y allá, defininían, delimitaban muebles y tapices, como lo hace en un día claro un cuadrado de sol seccionando la atmósfera, los tapices y de un cojín a un jarrón, de un taburete al rastro de un perfume, perseguían con un modo de iluminación en el que predominaban los colores, esculpían, evocaban, espiritualizaban, daban vida a una forma que era como la figura ideal, inmanente en sus viviendas sucesivas, del salón de los Verdurin.

Al menos, los autores sí que separaban las palabras con un pequeño espacio, no como ocurría anteriormente en lo que se llamaba scriptura continua, la escritura temprana en la que no se usaban espacios para separar las palabras.

En los libros de los escribas, las palabras se sucedían ininterrumpidamente en toda línea de toda página. Esta falta de separación reflejaba los orígenes orales del lenguaje escrito: cuando hablamos no hacemos pausas entre dos palabras: las sílabas fluyen continuamente de nuestros labios. Tal y como señala Nicholas Carr:

A los primeros escritores nunca les pasó por la cabeza insertar espacios en blanco entre las palabras. Se limitaban a transcribir el habla, escribían lo que les dictaban sus oídos (hoy, cuando los niños empiezan a escribir, tampoco separan las palabras: como los antiguos escribanos, transcriben lo que oyen). Así pues, los escribas no prestaban mucha atención al orden de las palabras en una frase dada. En el lenguaje hablado el significado siempre se había transmitido principalmente a través de la inflexión, un patrón de los acentos que el hablante pone en determinadas sílabas; y esa tradición oral continuó gobernando el lenguaje escrito.

Este. Es. El. Fin. Del. Artículo.

Vía | El libro de los hechos insólitos de Gregorio Duval | Papel en Blanco

10 frases para leer

 

Los libros tendrán siempre algo que criticar o que motivar, pero nunca nos dejarán callados; de géneros varios (y varios de-generados), despertarán la elocuencia en grandes celebridades.

Cada libro es un tesoro por descubrir: tristes, alegres, profundos o técnicos, un buen libro vale oro.
Leer genera ideas. Unas muy buenas y otras más perversas, pero está condenada a ser la fuente más confiable para intelectuales e investigadores. Por eso Rosemarie Jarski tiene un libro, The funniest thing you never said (editorial Ebury Press), para leer inspiraciones sobre libros, como:

1. "Henry Kissinger podrá ser un gran escritor, pero cualquiera que termine cualquiera de sus libros es un gran lector." Walter Isaacson, CEO de Aspen Institute, nacido en 1952.

2. "Los libros clásicos son aquellos que todos quieren tener pero nadie quiere leer." Mark Twain, escritor estadounidense, 1835 - 1910.

3. "Algunos editores son escritores frustrados pero también lo son la mayoría de los escritores". T.S. ElliotPoeta y crítico estadounidense, 1888 - 1965.

4. "Estos tiempos van mal. Los niños ya no obedecen a sus padres y ahora todo mundo está escribiendo un libro." Cicerón, circa 43 A.C.

5. "Este libro está dedicado a mi brillante y bellísima esposa, sin ella no sería nada. Ella siempre me conforta y consuela, nunca se queja ni interfiera, siempre desinteresada para toda la vida. También escribe mis dedicaciones." Albert Malvino .

6. "Si robas de un solo autor es plagio, pero si robas de muchos, es investigación". Wilson Mizner, guionista y empresario estadounidense, 1876 - 1933.

7. Un escritor profesional es un escritor amateur muy perseverante." Richard Bach, escritor y piloto, escritor de "Juan Salvador Gaviota", nacido en 1936.

8. "Preguntarle a un escritor qué piensa de los críticos es como preguntarle a un poste su opinión respecto a los perros". Christopher Hampton, guionista y director, nacido en 1946.

9. "Cualquiera puede escribir. Los escritores no pueden hacer otra cosa". Mignon McLaughlin, periodista estadounidense, 1913 - 1983.

10. "Muchas gracias por su libro. No perderé más tiempo en leerlo." Benjamin Franklin, político y científico estadounidense, 1706 - 1790.

Fuente: https://www.cnnexpansion.com/estilo/2009/08/13/10-frases-para-leer

 

La conservación de libros en acción

 
Julio César Ramírez Alcántara

 

Como ya, sabes las actividades de conservación son bastantes; en esta ocasión ejercitaremos un poco 

sobre la limpieza de nuestros libros y también veremos cómo hacer una encuadernación básica para nuestros apuntes en hojas sueltas, misma que nos sirve si queremos hacer un cuaderno con hojas blancas o de colores.

 

¿Qué herramientas necesitamos para efectuar la limpieza de nuestros libros y cuadernos?

1. Aspiradora. Con la que tenemos en casa es suficiente, no se necesita ninguna marca en especial.

2. Brocha. Como las que se usan para pintar pero debe ser de pelo suave.

3. Guantes. De preferencia de algodón.

4. Cubrebocas. Para protegernos del polvo.

5. Bata o mandil. Hay que proteger la ropa, porque si la ensuciamos mamá puede ponernos a lavarla.

6. Un espacio abierto: la terraza, el jardín o, si no disponemos de éstos, el lugar donde tengamos los libros.

 

¿Cuáles son las partes de un libro?

 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

Entonces podemos ver que un libro tiene una cabeza, un pie, tres cantos, dos tapas, y un lomo. Ésta es, pues, la estructura básica de nuestros libros.

¿Cómo debemos limpiarlos con la aspiradora?

Primero, por seguridad, debemos colocarnos nuestro cubreboca, nuestra bata o mandil y los guantes; ya que estemos listos, entonces debemos  pasar la aspiradora que tenemos en casa por los tres cantos, el lomo y sus dos tapas, muy sencillo, ¿verdad?; claro, debemos tener la precaución de que nuestro libro esté cerrado, ya que si lo abrimos y la succión de nuestra aspiradora es demasiado intensa, podríamos romper algunas hojas.

Conservador de brocha gorda.

Ahora, con la brocha debemos limpiar las hojas que forman la parte principal de nuestros libros.

¡Vaya que si es cansado cuando ya llevamos alrededor de 999 libros trabajados!, se antoja un descanso.

 

 

¿Y qué hago si tengo hojas sueltas?

No te preocupes, las limpiamos solamente con la brocha; sería muy arriesgado pasarles la aspiradora.

¿Las quieres encuadernar? Pues manos a la obra.

La siguiente lista es del material mínimo necesario para encuadernar nuestras hojas sueltas y formar una carpeta, o bien puedes hacer una con hojas de colores, blancas, grandes, chicas, etc.

1.Taladro; papá debe de tener uno en su bodega.

2. Broca delgada; es importante que sea delgada ya que si es gruesa podríamos tener problemas (1/16”).

3.Hilo de nylon; tal vez mamá tenga guardado un poco en su costurero.

4.Aguja delgada para poder realizar nuestra costura.

5.Papel pressboard; los hay de muchos colores.

6.Keratol; hay de varias texturas y colores, puedes darle vuelo a la imaginación.

7.“Unidor”; es un pegamento espec

ial para encuadernación, es como el resistol blanco que tú utilizas pero tiene más ventajas,  si no lo consigues puedes usar tu resistol blanco.

8. Papel bond y periódico.

¿Qué debemos hacer?

Primero ordenar nuestras hojas para que todas queden parejas o iguales; ya que estén listas hacemos tres orificios en las hojas con el taladro.

 

 
 
 
 
La manera de coser será la siguiente: entramos por el orificio del medio y nos pasamos al que está abajo, volvemos a salir y entramos otra vez por el medio, subimos al orificio que no tiene hilo y amarramos los extremos .
 


 
 

La flecha en color negro ilustra por dónde debemos comenzar nuestra costura y las otras flechas cómo debemos continuar; como podemos ver, al centro hacemos el nudo con los extremos de nuestro hilo (espero que no nos hagamos nudos antes de continuar).

El siguiente paso será colocar encima de éstos un pedazo de papel bond con pegamento que cubra una parte del lomo y una cuarta parte de nuestra primera y última hoja.

 


 
 
 
 
 
Ahora debemos elaborar nuestras tapas o pastas. Cortamos el papel pressboard 1 cm más grande que nuestras hojas, y ponemos pegamento en una tercera parte de éstas, y las unimos a nuestro papel bond.

 
 
 
Posteriormente cortamos nuestro keratol, le ponemos pegamento y lo colocamos sobre nuestras dos tapas o pastas debiendo quedar de la siguiente forma nuestra libreta.
 
 

 
 
 
 
Una vez que ya tenemos armada nuestra libreta unimos las hojas a ésta, colocando pegamento sobre el lomo, y hacemos presión para que estén perfectamente unidos.
 
 
 

 
 
 
 
 
 
De esta forma tendremos ya nuestra encuadernación terminada, y nuestros apuntes en hojas sueltas en forma, para continuar usándolos.
 
 

METACRÍTICA

El humor en las novelas.

S. Parra  

Reírse de las cosas es saludable. Al menos eso dicen. También es bueno para la salud mental el reírse de uno mismo: si te tomas demasiado en serio, acabarás con cara de acidez estomacal. Pero ¿hasta qué punto nos podemos ridiculizar a los demás? ¿En una novela nos podemos mofar a un determinado colectivo con total libertad?

Platón, en su texto La república, ya sugería que las chanzas que agravian a los tontos (o a los que consideramos más tontos) nos hacen más gracia, porque nos consideramos superiores a los tontos.

Muchos payasos y comediantes de éxito nos hacen reír porque nos hacen sentir superiores a ellos. En la Edad Media los comediantes de más éxito eran jorobados y enanos. En la era victoriana nos reíamos de los enfermos mentales en las instituciones psiquiátricas. Ahora nos reímos de Mr. Bean.

O nos reímos de los vecinos, con los equipos de fútbol y, en general, con cualquier adscripción ideológica: ¿que crees qué? Ja-ja-ja.

Hay incluso experimentos al respecto. En 1934, el profesor Wolff publicó el primer estudio experimental de la teoría de la superioridad. Para llevarlo a cabo, solicitaron a un grupo de judíos y de gentiles que calificaran lo graciosos que les parecían determinados chistes sobre judíos y gentiles. Los judíos calificaron mejor los chistes que ridiculizaban a los gentiles, y vicerversa.

Por esa razón, es habitual que en literatura encontremos libros que ridiculizan de algún modo a las figuras de autoridad que oficialmente están por encima de nosotros, como reyes, sacerdotes, jueces, guardias o políticos. ¿Cuántas obras existen dedicadas exclusivamente a fomentar el ludibrio y el escarnio a estas figuras de autoridad? Reírnos de ellos es la mejor manera de sentir que en realidad nosotros estamos por encima de ellos.

Esto puede ocurrir de forma más o menos velada. Por ejemplo, en Los viajes de Gulliver, quizás la obra más irónica de la literatura inglesa, se cree que Jonathan Swift usa el viaje a Liliput para cargar las tintas contra la reina Ana y los pequeños subordinados que la rodean.

Las personas que ostentan el poder, por supuesto, no quieren que se hagan chistes a su costa, porque eso erosiona su autoridad. Es la razón de que Adolf Hitler estableciera dislates como las Cortes del humor del Tercer Reich, que penalizaba a las personas por actos inapropiados de humor, lo que incluía llamar a sus perros “Adolf”.

O un poco más acá: la ley contra la difamación blasfema fue abolida en Gran Bretaña en mayo de 2008. Una fecha terriblemente próxima. Tampoco hace demasiado de la fatwa lanzada contra Salam RushdieQuiero informar a todos los intrépidos musulmanes del mundo de que el autor del libro titulado Los versos satánicos, recopilado, impreso y editado en oposición al Islam, al profeta y al Corán, y los editores que conocían su contenido, han sido condenados a muerte.

En El último rey de EscociaGiles Foden satiriza a base de bien a Idi Amin. Probablemente Foden lo hubiera pasado muy mal si llega a viajar a Uganda en los días que Dada estaba en el poder.

No sólo pueden hacer que la gente los considere más tontos, como el experimento que se realizó en 1997 por parte del psicólogo Gregory Maio, de la Universidad Cardiff de Gales, con habitantes de Canadá y de Terranova: tras escuchar chistes que ridiculizaban a los de Terranova, el juicio de los canadienses acerca de la ineptitud de los terranovenses se volvió más severo. También puede hacer que las propias víctimas se crean más tontas.

Por ejemplo, el tópico de las rubias tontas se cumple más veces de lo que creemos no porque las rubias sean más tontas sino porque las rubias acaban convenciéndose de que realmente son más tontas: si todo el mundo lo dice, será verdad. Es lo que sugirió el test de inteligencia realizado por el profesor Jens Förster, de la Universidad Internacional de Bremen, en Alemania, a ochenta mujeres de diferentes colores de cabello. Las rubias que previamente escucharon chistes sobre rubias tontas sacaron una calificación inferior que las rubias que no escucharon esos chistes.

Sin embargo, la profilaxis a la que debería someterse cualquier libro de ficción para evitar estos efectos colaterales sería tan asfixiante que sencillamente eliminaríamos de un plumazo la mayoría de las obras de ficción. Como la novela de Goethe Las penas del joven Werther, publicada en 1774, una novela muy leída en su día por la juventud, que empezó a suicidarse de formas que parecían imitar la del protagonista.

Tal vez muchas obras irónicas, sarcásticas o mordaces hagan daño. Pero más daño haría en general el determinar qué se puede decir y cómo debe decirse, limitando los movimientos del autor, amordazándolo para evitar que algunas personas salten desde un puente. Porque hay saltos y saltos. Porque la libertad tiene efectos secundarios; y la falta de libertad tiene efectos secundarios aún peores.

Alguien dijo una vez que prefería morir en alta mar que vivir en una cama, porque hay vidas que no merecen ser vividas.. Extrapolado al mundo de los libros: prefiero que las letras de un libro me puedan cortar antes que la tontuna de sus letras acabe por dibujarme una telaraña de babas en la comisura de la boca. Como un paciente lobotomizado y feliz.

 

METACRÍTICA

Si no lo entiendes así es que no entiendes lo que lees

El estudio académico profesionalizado de los textos literarios me agota hasta límites siderales. Tuve que soportarlo durante mis años de instituto, e incluso ahora debo esquivarlo de determinadas personas que me rodean: la mayoría sientan cátedra artística sobre tal o cual obra, y si no la entiendes así es que te faltan neuronas.

Tamaña impostura sobre los textos literarios me parece un buen ejercicio mental, como hacer gimnasia o resolver crucigramas. Pero ir más allá, creando cánones estéticos o interpretaciones unívocas (o exageradamente alambicadas) a fin de que se instalen catequísticamente en todo aquel que pretenda llamarse culto, no, por ahí no paso.

Leer es, sobre todo, disfrutar. Y luego viene la empatía, la sensibilidad, el entendimiento profundo, digan como quieran, pero todo ello lo considero personalísimo, incluso muy íntimo. Quizás sirva para plasmarlo en un examen sobre comprensión lectora, pero en ningún caso debe usarse como paradigma de que se ha entendido la obra.

Porque a saber. A saber qué quería decir el autor. Este problema suscitó tanto interés durante los siglos XVIII y XIX entre los eruditos alemanes de la Biblia, que la hermenéutica se convirtió en una herramienta muy usada por los estudiosos: ¿el texto sagrado debía interpretarse de forma literal o figurada?

Esa pregunta es imposible de responder porque no podemos introducirnos en la cabeza del autor del texto sagrado. Sí, puede haber un consenso o un canon, pero no dejará de ser un acuerdo más o menos arbitrario de diferentes grupos sociales. No hay un significado, sino tantos significados como mentes para crearlos y recibirlos.

Prueba de ello es la variedad de interpretaciones que se ha hecho sobre una obra como El amante de Lady Chatterley. Entre 1930 y 1959 se consideraba una obra obscena. Pero en 1983 era difundida por la BBC como “libro de cabecera”.

Imagina que los académicos literarios inventaran una máquina del tiempo, una herramienta que usasen por fin para interpretar en profundidad una obra como, por ejemplo, Hamlet. Tienen dos opciones:

Pueden ir al futuro, hasta el fin de los tiempos, justo cuando se emita el último juicio crítico sobre la obra de Shakespeare a fin de hacer una especie de compilación o síntesis. La otra opción pasa por viajar atrás en el tiempo, a la primera representación en el Globe Theatre en 1601, para captar todos los detalles in situ de la obra, sus efectos en la gente, la iluminación, la interpretación de los actores, viendo incluso a Richard Burbage declamando por primera vez esos textos recién escritos. Todavía no existiría ninguna sobra crítica que empañara nuestro juicio. Estaríamos limpios de prejuicios.

¿Qué escenario es el idóneo para interpretar correctamente una obra literaria? Según tus respuestas, estarás de un lado o del otro.

Yo, por supuesto, le daría a la manivela de la máquina del tiempo hacia 1601.

ADAPTACIONES

Cuento largo, novela corta.

Un tema que suele crear largas discusiones entre los teóricos literarios: la diferencia entre el cuento largo y la novela corta. Y, gracias a Martin Amis, creo haber encontrado la solución al acertijo. Terminé hace unos días Mar gruesa, una compilación de nueve cuentos largos que se mezclan y confunden con novelas cortas.

 

Los nueve relatos que componen Mar gruesa varían tanto en sus temáticas como en su calidad. Aunque, salvo el último llamado Lo que me sucedió en vacaciones, los escritos tienen una calidad sobresaliente, especialmente en el manejo de la estructura general, hay algunos como El estado de Inglaterra donde hay menos ideas brillantes que en el descrestánte y original El portero de Marte, donde Amis relata una, hasta cierto punto falsa, historia del Universo que para el lector inteligente no dejará de inspirar largas reflexiones. 

 

Conozco poco de Amis; ahora que está en el podio de la fama, que sus comentarios sobre la interculturalidad británica han traído quebraderos de cabeza a unos cuantos, sus novelas se han convertido en comida de muchos. Yo no he estado entre los afortunados, debo decirlo, debido a los precios de sus libros, siempre fuera del alcance de mi mano. No obstante la impresión de su claridad mental e imaginación fogosa dan buenas señales. Debo añadir, en honor a la verdad, que estas novelas breves pertenecen a un joven Amis —uno de estos relatos apareció en Granta—, y es posible que los años hayan causado mellas en su cerebro; espero estar equivocado.

 

Ahora volvamos sobre el tema: cuentos largos o novelas cortas.

 

Podría ser un asunto de extensión, pero va más allá de eso; va del tema a su tratamiento. En el caso de un cuento, la narración, es decir, cada fragmento desde la primera letra hasta el punto final, están circunscritas a describir el desarrollo del asunto tratado en el relato. No es posible, como en una novela, salirse del círculo que traza el autor y que encierra los elementos necesarios para que el lector comprenda la historia. La extensión entonces dependerá de cuántos de estos elementos tenemos que enumerar para que la idea haya sido explicada por completo. 

 

Aquí un ejemplo para ponerlo todo más claro: en un libro de cocina —que podemos considerar una antología de formas de alimentarse— cada receta es presentada de la misma forma: nombre del plato (título), ingredientes (introducción) y la preparación (contenido). Los redactores de estos libros no suelen gastar tiempo mencionando aspectos al margen de los platillos que proponen, mencionan lo esencial, paso a paso. Lo mismo ocurre en un cuento bien escrito. En la novela las reglas son distintas, casi inexistentes; el autor va narrando su historia aplicando cortes y añadiduras según su criterio, según su experiencia lo decida.

 

Considerando lo anterior, el cuento largo conservaría estas características, faltando muy pocas veces a las reglas, pero tanto su eje como los límites de lo que debe ser agregado a la historia se mantienen. Pongamos otro ejemplo: Bola de sebo, famoso cuento de Guy de Maupassant. Tras una introducción de las condiciones del escenario, vemos a los personajes, incluida la protagonista subir a un coche para luego ser interceptados y puestos a disposición del oficial prusiano, llevando a una situación que, una vez resuelta, culmina la historia. 

La extensión del relato es superior a la de otros dos relatos del propio Maupassant: Una vendetta y Sobre el agua, o los cuentos de la mayoría de escritores modernos. Diré en este sentido, que el cuento largo es la técnica narrativa que más ha caído en desuso. 

 

Por último tenemos la novela corta, la novela comprimida. Allí tenemos unos personajes y una historia que no gira en torno a un simple eje temático, que en el caso del cuento antes mencionado sería la entrega de Bola de Sebo al oficial prusiano. En una novela común vemos una evolución de los hechos. Si lo notan bien, en la mayoría de novelas se aprecia un tono más simple al principio que en la que llamaríamos “parte alta de la narración”, donde todos los elementos confluyen a un tiempo. Y en las novelas breves la diferencia no es mucha: el clímax aparece en un punto del medio, y no al final. 

 

Volviendo a Mar gruesa de Amis, podemos encontrar que relatos como Deja que cuente las veces, La coincidencia de las artes y Narrativa hetero son ejemplos magníficos de lo descrito anteriormente. En Narrativa hetero asistimos al trastorno y cambios que sufre un gay desde que entra en contacto con una mujer en una librería. Entramos al mundo del personaje, lo seguimos y asistimos a la conclusión del relato sin que el hecho que se presenta al final represente alguna clase de eje. 

 

En definitiva diremos que la novela corta está más cerca del viaje que de la anécdota. No obstante los lectores podrán disentir de mis apreciaciones: las opiniones, como lo aclaré al principio, son múltiples; hay quienes creen que una novela es una suma de cuentos relacionados por un argumento general. Los menos originales, y siempre proclives a esgrimir argumentos fuera de toda lógica, dirán que todas las novelas no pasan de ser cuentos largos divididos en capítulos. Siguiendo esa lógica de literato de dos pesos, Cien años de soledad y El legado de Humboldt son cuentos largos; aquellos que hayan leído alguna de estas dos grandes obras entenderá el absurdo de tal afirmación.

 

Hoy en día, que pareciera que el cuento corre la suerte de convertirse en un formato que apenas encaja en revistas, sin que la atención de los editores se fijen en ellos, como no sea en forma de antologías compuestas por la obra de una vida literaria reconocida, es hora, digo yo, de apuntar nuestra mirada, y tal vez la sangre de nuestras plumas, hacia la novela corta; no la novela breve, de ciento cincuenta páginas, sino el relato organizado en argumentos que se sucedan uno a otro sobre una historia que de más que para un simple cuento. 

LA NOVELA NEGRA SUECA 

NEGRA, FRÍA Y CRIMINAL

Parece lógico suponer que en las gélidas y solitarias tardes del largo invierno sueco, la lectura de novelas policíacas resulte una actividad ensimismada y emocionante. Se trata de una sociedad, como dice Henning Mankell, “de personas calladas, inclinadas sobre diarios y  tazas de café, cada uno con sus pensamientos y sus destinos”. Una sociedad reflexiva que vive de puertas adentro y dedica muchas horas al ejercicio de leer; y eso, quizá, explique el inagotable caudal de páginas que alcanzan sus historias de crímenes. 

De lo que existen pocas dudas es del auge actual de la novela criminal sueca, en sus dos variantes: negra y policiaca. Sin alharacas, con paciencia, humildad y la  imitación selectiva de los clásicos del género, los suecos han conseguido crear una escuela propia de novela negra, algunos de cuyos principales rasgos serían el gusto por los pormenores; un manejo eficaz del lenguaje; la preferencia por el procedimiento policial; el escaso relieve del detective privado; y la frecuente crítica política, en sintonía con la visión socialdemócrata y el descontento de una opinión pública cada vez más perpleja ante la lenta erosión del Estado de Bienestar. 

Aunque hay precedentes interesantes, la moderna novela negra sueca surge en los años 60 y alcanza una alta cota con la pareja Maj Sjöwall y Per Wahlöö, iniciadores de una serie de procedimiento policial que radiografía con rigor y amenidad la socialdemocracia nórdica en su momento de mayor lustre, cuando Suecia estaba considerada “el mejor país del mundo para la gente corriente”.

Las novelas de Sjöwall y Wahlöö han influido en toda la literatura policíaca sueca posterior. Son historias bien fundamentadas, con personajes creíbles, de argumento riguroso y escritas con un lenguaje vivo y sencillo, que giran alrededor del inspector Martin Beck y hubieran debido merecer mejor suerte en nuestros lares. Contienen, además, un mensaje claro que se mantiene desde los fundadores de la novela negra norteamericana hasta nuestros días: el delito no puede desligarse de la realidad social. Una sociedad, en definitiva, queda retratada también por sus crímenes. 

EL FACTOR POLÍTICO

Consecuencia de esta “edad dorada” que está experimentando la novela negra escandinava es el reciente desembarco de títulos y autores en España. Una lista en la que destacan tres nombres: Leif GW Persson, Henning Mankell y Stieg Larsson. Persson (1945) es profesor en la Dirección de la Policia Nacional y criminólogo reputado. Además de conocer al dedillo los entresijos del trabajo policial, ha sido asesor del ministro de Justicia y eso se nota en el conocimiento que demuestra del manejo político en las altas esferas del gobierno. Su reciente trilogía, con el título general de El declive del Estado de Bienestar (Paidós Ibérica), se configura como una crónica sociológica y política de Suecia, y está estructurada en tres títulos de aliento poético: Entre la promesa del verano y el frío del invierno; Otro tiempo, otra vida y En caída libre como en un sueño.

La primera de ellas (“Entre la promesa …”) es una auténtica novela negra política y de espionaje que culmina con uno de los magnicidios más importantes del siglo XX: el asesinato del primer ministro sueco Olof Palme el 28 de febrero de 1986, cuando paseaba con su mujer por la calle sin escolta. Fue un atentado cometido en pleno centro de Estocolmo, nunca resuelto, que dejó en evidencia las contradicciones y taras criminales encubiertas tras la fachada de una sociedad falsamente idílica. La segunda novela de la trilogía, Otro tiempo, otra vida, arranca de la ocupación en 1975 de la embajada de Alemania Occidental en Estocolmo por un grupo vinculado a la banda Baader-Meinhof. Como en la anterior, el factor político es determinante en el desarrollo y comprensión de la trama. Con auténtica maestría, Persson nos muestra la ineficacia y descoordinación policiales que envolvieron el asalto a la sede diplomática, y hace intervenir a sus personajes preferidos, el comisario Lars Johansson y el inspector Bo Jarnebring. Ambos se consideran a sí mismos “policias de verdad” y emergen como personas normales, con sus neuras, insatisfacciones, fijaciones sexuales y problemas personales que, naturalmente, influyen en su trabajo diario. Se sienten a gusto con “las tías normales”, disfrutan con el aguardiente y la comida casera, y cumplen con su deber en un ambiente de incompetencia, mentiras y pasados inconfesables. Johansson, un hombre a la vez meticuloso e intuitivo, capaz de “ver lo que hay detrás de la esquina antes de doblarla”, es consecuente con su propio código: bueno con los buenos, duro con los duros y malo con los malos.

En la tercera novela de la trilogía, En caída libre como en un sueño, Johansson, ascendido a director general de la Policia Nacional, “resuelve” de modo un tanto forzado el caso Palme, con un asesino que recibe su castigo por vías secretas. El afán casi exhaustivo de la investigación hace que la acción se torne algo premiosa y reiterativa, pero como en las novelas anteriores, Persson consigue crear un mundo propio y exclusivo, con personajes de calado, como la inspectora jefe Anna Holt o la inspectora Lisa Mattei. Son la parte positiva de un elenco en el que no escasean los policías lastrados por la desidia, los errores de bulto o el desvarío mental. 

La última obra de Mankell (1948), El chino (Tusquets)  supone un giro novedoso en la trayectoria de un autor reconocido, que ha dejado fuera de juego a su principal personaje, el inspector Wallander. Es una novela que trata, sobre todo, de la nostalgia por el radicalismo juvenil de izquierdas perdido y muy influido por la Revolución Cultural maoísta, cuando “éramos como niños muy serios”, y la vida no consistía sólo en entender las cosas, sino también en cambiarlas. Mankell parece rememorar sus propios fantasmas al plantear reiteradamente a lo largo de la novela cómo se perdieron esas ideas, y por qué esa visión atrevida y generosa del mundo cambió drásticamente sin que sus devotos apenas se dieran cuenta, hasta quedar reducidos a piezas obedientes y ejecutantes del mismo engranaje que pretendían destruir. 

Desde la óptica literaria, sin embargo, El chino es una novela irregular y descompensada, con un excelente arranque que se prolonga en las páginas dedicadas a la siniestra esclavitud de los chinos llevados a Estados Unidos o en la propia China de los emperadores. Pero tras el brillante comienzo la acción se estanca, la investigación queda demasiado sometida al azar, hasta rozar el thriller fantástico ( “peligro amarillo” incluido) y acabar en una visión apocalíptica de lo que sería la colonización de las fértiles tierras de Africa por millones de campesinos chinos pobres. Mankell  salpica la narración de observaciones sobre el gran experimento que se está llevando a cabo en China: un régimen de partido único compatible con el desarrollo económico capitalista. Una situación de que la parece recelar, aunque sea una repetida cita de Mao, en alusión a la revolución permanente, la que termine aportando significado político a la novela: siempre existirá un gran desasosiego bajo el cielo, engendrado bajo distintas condiciones. 

STIEG LARSSON

En la terna de autores suecos que comentamos, la palma en cuestión de ventas le corresponde a Stieg Larsson (1954-2004), con su trilogía Millennium, de la que se han publicado hasta ahora en España los dos primeros títulos: Los hombres que no amaban a las mujeres y La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina (Destino). 

La temprana muerte de Larsson, fallecido a los 50 años de un infarto cardiaco antes de ver publicadas sus novelas, y su militancia contra el racismo y los grupos de extrema derecha, han convertido su vida en una leyenda que se proyecta sobre sus obras. En este caso, la peripecia vital contribuye a crear el “fenómeno Larsson”, que tiene  connotaciones extraliterarias y ha transfigurado al autor en icono destinado a crear secuela, como ocurrió con El Código da Vinci de Dan Brown. 

La novela de Larsson no es una obra maestra ni un “milagro” literario. En rigor, tampoco es una novela negra, sino un thriller de tono desenfadado y juvenil, más cerca de Harry Potter que de Mystic River o La dalia negra, pero en eso quizá estribe el secreto de su éxito fulminante. Es una novela que combina hábilmente todos los recursos del triunfo editorial y contiene elementos valiosos y muy entretenidos para el gran público lector. Escrita con osadía y soltura, posee esa indefinible cualidad de ser “leída de un tirón”, con personajes fantásticos, muy alejados de la realidad, como el reportero de la revista Millennium, Mikael Blomqvist, dedicado a sacar a la luz trapos sucios políticos y financieros, una especie de 007 del periodismo sin licencia para matar; o la maga de la informática Lisbeth Salander, una superwoman bisexual capaz de enterarse de todo, entrar en todas partes, hacerse multimillonaria de refilón y tomar ejemplar venganza de los malos que se cruzan en su camino. A esta superinteligencia activa se une la cualidad de ser “sociópata con rasgos psicopáticos”, como la definió su creador, lo que añade un punto original más a su currículo. 

Larsson intenta salirse de los arquetipos policiales al uso, y en buena parte lo consigue. Del investigador profesional hemos pasado al periodista-hacker- detective privado para todo de la era de la comunicación global y la tecnología de Internet. Un recurso coherente con los nuevos tiempos, que tarde o temprano tenía que llegar.

Martinez Lainez